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Antes del incendio, la palabra: Patti Smith y Horses

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Jonacho Benítez

El 2 de septiembre de 1975 Patti Smith entró a la sala A de Electric Lady Studios en Nueva York. Ahí la esperaban John Cale como productor y su banda: el bajista checo Ivan Kral, el guitarrista Lenny Kaye, el tecladista Richard Sohl y el baterista Jay Dee Daugherty. Durante las próximas cinco semanas grabaron y mezclaron su álbum debut, el increíble e inigualable Horses. En ocasiones, hemos llegado a la poesía a través de los rockeros pero ¿cuántas veces llegamos al rock a través de los poetas?

La producción de John Cale (compositor galés, ex Velvet Underground y alquimista del ruido estructurado) es precisa y cruda. Cada canción de Horses tiene un andamiaje claro y deliberado que genera los pasillos por donde se cuela el caos y el canto hablado. Las guitarras proyectando aristas ante el acecho constante del bajo eléctrico, la expresividad atmosférica de Sohl en el piano y la tensión que brota de la energía contenida de Jay Dee Daugherty en la batería.

Su voz es una invocación furiosa más cercana al trance que al canto. Cuando abre con Gloria, toma aquella canción de Van Morrison y la resucita con sus propias palabras: “Jesus died for somebody’s sins / But not mine.” Versos que representan la separación entre la vieja moral y una nueva voz que se planta frente a su tiempo con el cuerpo entero. Patti no cree en la culpa heredada, no canta desde el remordimiento: canta desde la libertad como un acto poético.

Redondo Beach nació como un poema. Patti lo recitaba en sus lecturas en St. Mark’s Church desde 1971 pero tomó forma musical casi al final del proceso de grabación de Horses. Fue escrita después de una discusión real con su hermana Linda: tras la pelea, Patti salió a caminar y al regresar no la encontraba, imaginando que se había ahogado. Aquí no hay gritos ni lamentos: solo conduce la calma de la resignación en su ambigüedad emocional entre la letra y la base rítmica en clave reggae/ska.

Horses es el instante en el que el rock deja de estar sujeto a la pirotecnia masculina y se entrega a la furia lírica como un cuerpo en plena transformación. Smith no quiere competir con los dioses del rock: los incorpora desde el lenguaje a su ruptura de moldes. Ella se disuelve en sus personajes, los posee y es poseída: Johnny, el héroe trágico de Land; el ángel roto de Kimberly o el crujido íntimo de Elegie.

Birdland, por ejemplo, no se estructura como canción sino como una pieza donde el jazz libre, la teatralidad y la palabra recitada desafía su propia hipnosis ceremonial. Inspirada por un pasaje del libro A Book of Dreams de Peter Reich, Smith aborda la muerte de un padre desde el vértigo de la visión, desde la desesperación del deseo de ascensión donde el hijo quiere ser llevado al cielo por un barco espacial. Smith no ironiza: se entrega a esa imagen como una profeta que cree en la ternura de lo imposible. Aquí Sohl construye un dron de órgano Farfisa, acompañado de guitarras que rasguean en un colchón de notas suspendidas que avanzan en espiral, descendiente directo del minimalismo de La Monte Young, con misma la tensión de un performance de teatro radical.

Land es una suite de tres partes. En la primera, Horses, Patti introduce a Johnny, una especie de alter ego donde concentra muchas de sus fascinaciones: el deseo, la transgresión, la violencia y la liberación en un relato críptico y rimbaudiano. La segunda parte toma el riff de Land of a Thousand Dances, clásico de Chris Kenner popularizado por Wilson Pickett, y lo tuerce en un mantra eléctrico donde Patti improvisa, recita, grita y reconfigura la canción como vehículo ritual. La tercera parte, La Mer(de) es una descarga final donde el ruido, la distorsión y las palabras cortadas descomponen el cuerpo sonoro en un trance: cambios de tempo, ruptura de compases, e improvisación controlada en un caos salvajemente coreografiado.

Elegie es el último aliento del disco. Escrita en memoria de Jimi Hendrix, fallecido cinco años antes, es la más tradicional en forma: piano, voz y bajo. Patti respira y murmura sus susurros cerca del micrófono, enfatizando sus matices y sus pequeños quiebres ("It is an honor to be alive / just for you.") como una serena despedida después de llevarnos de la furia a la contemplación, del grito a la plegaria.

En el contexto de su tiempo (la Nueva York pre-grime, pre-punk, aún embriagada por la resaca glam y la fiebre disco) Horses suena como una grieta sagrada. Mientras otros buscaban escapar hacia el hedonismo, Smith escarbaba hacia dentro sin adornos a través de la poesía: el corazón de su obra. Horses no domestica al oyente, lo libera como el animal que titula el disco, sacudiendo las crines y galopando sobre el asfalto y las ruinas hasta que algo (una palabra, una herida, una imagen) arde y se convierte en visión. Horses es una fundación, un mito inaugural, una fuerza que arrastra y su poder sigue siendo el mismo desde aquella primera entrada a Electric Lady Studios, porque cada vez que lo escuchamos, Horses se transita como se cruza un umbral hacia algo absolutamente vivo, abriendo de nuevo esa grieta: un paso hacia lo indomesticable.




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