El primer disco de Judee Sill fue publicado en 1971, un año en que el folk californiano comenzaba a saturarse de arreglos y mensajes políticos. Mientras Joni Mitchell expandía la canción confesional con una aproximación que rozaba lo jazzístico, y mientras Carole King convertía el desgarro en un fenómeno de masas con Tapestry, Judee se sentó en un banco de iglesia, real o metafórico, y entregó un puñado de canciones que no buscaban ser “himnos generacionales”, sino plegarias mínimas.
Sill venía de otra parte: de la cárcel, de la droga, del abandono familiar, de un itinerario áspero que parecía desmentir la dulzura de su voz. Su música no es la de alguien que vivía en Laurel Canyon rodeada de poetas y guitarras; es la de alguien que lucha desde el subsuelo y aún así encuentra la capacidad de hablar de Dios sin ironía y de la redención sin aspavientos. Su debut no encaja en la narrativa complaciente de los setenta. Quizá por eso fracasó comercialmente. Quizá por eso hoy suena más vigente que muchos discos de su generación.
Algo interesantísimo de este álbum es la forma en la que están reflejadas sus influencias. La educación musical autodidacta de Sill la llevó a enamorarse de Bach, de las fugas y los contrapuntos, y a la vez del country de honky-tonk que escuchaba de niña en Texas. En el álbum, ambos mundos conviven: una canción puede empezar con un rasgueo sencillo de guitarra folk y desembocar en un coral de voces que parecen salidas de una cantata. Esa dialéctica hace que temas como The Archetypal Man o My Man on Love se eleven como canciones pop, pero estructuradas con la lógica de la música sacra.
Ahí reside una de las paradojas de Sill: escribe canciones de tres o cuatro minutos que, sin embargo, contienen dentro una arquitectura mucho más compleja de lo que aparentan por medio de su economía en los recursos y de la precisión al utilizarlos. Si Nick Drake revelaba la melancolía pura y Laura Nyro el exceso barroco, Judee estaba esculpiendo pequeñas catedrales sonoras en miniatura.
El centro del disco es Jesus Was a Cross Maker porque condensa la poética de Sill: toma una metáfora de raíz bíblica y la convierte en un relato íntimo sobre el dolor y el perdón. La canción está inspirada en una relación tormentosa, y lo que podría haber quedado en una simple canción de despecho, se transforma en alegoría universal: un amor que hiere, un Cristo que también fue carpintero de cruces, y la necesidad de perdonar para sobrevivir.
El público de los setenta, alimentado por la ironía afiladísima de Randy Newman o la crudeza de Dylan, quizá no estaba preparado para alguien que usaba el imaginario cristiano sin sarcasmo. Judee hablaba de corderos, de ángeles y de redención. En un momento donde el rock buscaba transgresión, ella ofrecía devoción. Pero de nuevo: esa autenticidad fue su condena comercial.
Escuchada hoy, esa misma desnudez resulta subversiva. Un disco que cree en sus propias palabras, que no se disfraza, que no pide permiso, se vuelve más provocador que cualquier desplante de rock furioso con luces y pirotecnia en grandes estadios.
Judee murió en 1979, a los 35 años, tras una sobredosis que muchos describen como accidental. Para entonces había grabado solo dos discos de estudio. Su debut, sin embargo, contiene ya todo lo que la define: el choque entre lo celestial y lo terrestre, la disciplina formal y el temblor humano. No hay relleno. Cada canción es un capítulo cerrado de un evangelio personal.
Que este disco haya sido rescatado décadas después, gracias a reediciones, documentales y la reivindicación de músicos como los Fleet Foxes o Andy Partridge de XTC, habla de su carácter único y de su increíble belleza. Volver a Judee Sill hoy es descubrir cómo se puede ser radical sin levantar la voz. Es escuchar a alguien que compone para encontrar la forma de sobrevivir a su propia biografía. Y es, sobre todo, una lección sobre cómo lo íntimo puede volverse universal si está dicho con despojada honestidad.
Este disco nos recuerda que lo esencial puede caber en una plegaria breve. Judee Sill no necesitó coros multitudinarios ni arengas: bastó con su voz clara, una guitarra y el fantasma de un órgano aprendido en prisión para dejar un testimonio que hoy, más que nunca, merece escucharse como lo que es: una obra que inaugura y se despide a través de un evangelio mínimo.