En 1998, entre el último coletazo del britpop, el crujido del nü-metal y el formato CD reinando en los estantes, Mark Hollis publicó un álbum que iba en sentido contrario. Ocho piezas con mucho aire alrededor de cada nota y con espacio captado y representado como parte del sonido. La decisión fue radical desde lo técnico: grabar a músicos reales en una sala, de día, con un par de micrófonos antiguos y sin maquillaje. Grabó las tomas con dos Neumann M49 sobre cinta analógica antes de ensamblar en ProDigi y volver a mezclar a analógico.
Para entender ese gesto conviene mirar atrás. Talk Talk había pasado del synth-pop al laboratorio con sesiones larguísimas, improvisaciones en la penumbra, y largas y meticulosas ediciones para el Spirit of Eden (1988) y el Laughing Stock (1991). Hollis y el ingeniero Phil Brown definieron entonces un clima para su nueva misión: riesgo, paciencia y escucha extrema. La música dejó de ser “canciones” para convertirse en procesos. Esta obra maestra propone otros rigores. Hollis no improvisa y luego ordena: escribe todo antes y pide a los intérpretes que se atengan a la partitura. Además, decide no hacer conciertos: “No habrá gira; ni siquiera en el salón de casa. Este material no es apto para el directo”.
La apertura, “The Colour of Spring”, dialoga con el pasado pero lo despoja de exuberancia: aquí el color es luz tamizada, líneas que entran y salen sin estorbarse. “Watershed” coloca, como única concesión explícita a lo espontáneo, un solo de trompeta con sordina en una intervención que parte el disco en dos sin subir la voz. “A Life (1895–1915)”, centro emocional del álbum, cambia de pulso y de piel como si pasara por distintas estaciones anímicas: expectativa, fervor y desengaño.
Los arreglos creados para la ocasión son hermosamente conversacionales: clarinetes y corno inglés para darle grano a los bordes, dos fagotes que oscurecen sin espesar, contrabajo, percusión apenas esbozada y armónica como hilo humano, en un diseño sonoro sostenido en criterios muy claros: dos micrófonos para situar a los músicos en el espacio y conservar la escala real de los instrumentos. No hay prisa por “llenar” el cuadro; cuando algo no está, el silencio es parte de la forma. Hasta la portada afina esa poética: una fotografía de Stephen Lovell-Davis de un pan pascual del sur de Italia moldeado como el Cordero de Dios. Imagen humilde, ambigua, doméstica, sin estridencias.
En la recta final, “The Daily Planet” gira como un reloj que respira y “A New Jerusalem” se difumina hasta dejar oír el ruido de la cinta durante casi dos minutos. Es un recordatorio material: la música no flota en abstracto; vive en un cuerpo de madera, metal, óxido magnético y en el aire compartido. La frase más citada de Hollis funciona aquí como principio operativo: antes de tocar dos notas, aprende a tocar una; y no toques una si no hay motivo, por eso cada ataque, cada respiración y cada pequeña inestabilidad tiene sentido. Tras publicar Mark Hollis, se retiró de la vida pública con una coherencia poco frecuente: nada de giras de despedida y nada de reediciones para girar la manivela. Dejó el disco ahí, como una pieza de madera bien trabajada.
Escuchado hoy, Mark Hollis sigue sonando fuera de serie. El álbum condensa el tocar menos y el oír más; constatando que la emoción no necesita amplitud para ser realmente profunda. No hay grandilocuencia, hay intención sostenida desde el criterio y la sensibilidad. Si Spirit of Eden y Laughing Stock fueron el salto al vacío, aquí Hollis aterriza y, sin levantar polvo, traza una línea finísima. Basta seguirla.