En los días anteriores a Horses, Patti Smith no era aún una figura mitológica del rock, tampoco se trata solo de una artista en formación, sino de una vida que se ensaya como obra, una voz que va encontrando su respiración a través de la poesía, el performance y el deseo. Antes de Horses, estaba el poema como arma, como grito urgente, como un golpe de voz contra los barrotes del mundo.
Una noche de 1971, Patti subió al altar de la iglesia de St. Mark's in-the-Bowery en el East Village. En el Poetry Project, fundado en 1966 como plataforma para voces experimentales (los Beats, los Black Mountain, la gloriosa escoria de la literatura norteamericana), Smith encontró un santuario pagano donde la línea entre lectura y música, entre hallazgo y performance, se disolvía. Como dijo Amiri Baraka, otro frecuente del recinto: “El poema no está en la página, está en la voz”.
En 1973, cuando ya se presentaba acompañada por Lenny Kaye en la guitarra su estilo era aún difícil de clasificar. ¿Poesía eléctrica? ¿Rock recitado? ¿Protopunk místico? En sus recitales, a menudo comenzaba con una invocación: un poema improvisado, una letanía rota, una imagen visionaria, como si estuviera siempre a punto de derrumbarse en éxtasis. Aquí ya se ve el método que luego perfeccionará: tomar los mitos ajenos y torcerlos hasta que escupan nuevas verdades. Hendrix, Morrison, Rimbaud, Dylan, Joplin. Todos entran en su caldero.
Entre 1971 y 1974, Smith grabó una serie de piezas que funcionan como campo de pruebas, pero también como declaración de intenciones: "Piss Factory", “Hey Joe (Version)" y decenas de poemas recitados en pequeñas iglesias, librerías y clubes. La mayoría de estos registros sobreviven en grabaciones que circulan como reliquias entre coleccionistas y archivistas del milagro punk.
Cuando graba “Piss Factory” en 1974, junto a Lenny Kaye en la guitarra y Richard Sohl en el piano, Smith se desgarra contra la alienación, contra la repetición mecánica que erosiona la mente y arrastra el alma. La fábrica no solo produce tuberías, produce resentimiento, cansancio, resentimiento contra el cansancio, y finalmente, el deseo de huida. Está capturando el vértigo de la juventud ahogada en los engranajes del trabajo alienado, una protesta obrera elevada a canto telúrico. Grabado en el mítico Electric Lady Studios, el lado A del single de 1974 es aún más desconcertante: Smith hace una versión de “Hey Joe” pero la ralentiza, la arrastra, la convierte en una letanía que parece salir del fondo de un sueño turbio.
Patti Smith no puede entenderse sin una Nueva York que se caía a pedazos, quebrada por la bancarrota fiscal de 1975, infestada de drogas, de especulación y de rabia, de arte y creatividad. En ese caos, Smith y su tribu (Mapplethorpe, Verlaine, Richard Hell, Sam Shepard, Debbie Harry, etc.) construyeron una vida alternativa. Escribían, tocaban, amaban, se empobrecían. En esa precariedad radical, emergió una estética y una ética. La música no necesitaba perfección. Bastaba con que dijera algo verdadero.
En 1975, cuando Horses finalmente aparece, muchos creen que allí empieza la historia. Pero la historia ya estaba rugiendo desde antes. Desde los días de niebla en Nueva Jersey, desde la vida compartida con Mapplethorpe, desde los versos escritos en cafés y murmurados en micrófonos abollados. Horses fue apenas una manifestación visible de un proceso que venía gestándose en la sombra, porque antes de la fama, Patti Smith era ya una artista completa. Solo necesitó una voz, una idea y una necesidad feroz de no ser otra cosa que ella misma.