En octubre de 1982, Warner Bros. lanzó un doble LP bastante extraño para los estándares de la industria: 1999, el quinto álbum de un músico de Minneapolis que insistía en el control absoluto sobre su trabajo. Prince Rogers Nelson tenía 24 años y un talento y una ambición desbordante: escribir, producir, tocar casi todos los instrumentos y construir un sonido propio en la era de los sintetizadores.
El contexto era sombrío. Ronald Reagan y Margaret Thatcher intensificaban la retórica nuclear, la Unión Soviética desplegaba misiles SS-20, y millones de personas marchaban en Europa contra la posibilidad de un holocausto atómico. En ese clima, Prince decidió abrir su disco con un mensaje devastador: “Mommy, why does everybody have a bomb?” La frase, cantada con sarcasmo infantil, reflejaba el miedo colectivo de una generación.
Musicalmente, 1999 consolidó lo que luego se llamó el “Minneapolis sound”: una fusión de funk con cajas de ritmos, guitarras rockeras y arreglos pop. La Linn LM-1, una de las primeras baterías digitales, se convirtió en la columna vertebral del álbum. Prince programa su Linn LM-1 como si fuese un tambor tribal del futuro y la pone a sonar hasta el agotamiento. Sobre esa base artificial, canta con un deseo que es a la vez furia y plegaria: “We could all die any day, but before I’ll let that happen, I’ll dance my life away.” No hay cinismo, ni refugio. Hay urgencia y fe.
El disco expone la paradoja de los ochenta: un planeta paralizado por la posibilidad del desastre y, al mismo tiempo, dispuesto a vivir como si cada noche fuera la última. Esa tensión se escucha en Little Red Corvette, que viste una balada pop con un trasfondo de advertencia, o en Automatic, un viaje de casi diez minutos donde la repetición se vuelve trance e insistencia de supervivencia.
La música de Prince no buscaba complacer a críticos ni estandarizarse para el consumo blanco de MTV. Y aun así, lo logró todo: rompió la barrera racial de la televisión musical, metió en el mainstream un sonido híbrido que mezclaba funk, rock, electrónica y gospel. 1999 es un álbum divinamente incómodo por sus excesos, pero justamente allí radica su fuerza: es demasiado largo, demasiado intenso, demasiado consciente del final inminente.
Más de cuarenta años después, lo que resuena no es nostalgia. Es la certeza de que Prince entendió algo fundamental: cuando la catástrofe acecha, bailar no es frivolidad, sino resistencia. 1999 sigue siendo esa fiesta en el filo, canalizando el miedo en una invitación a vivir como si el mundo fuese a arder mañana.
Más allá de los sencillos, el álbum proponía piezas largas y ambiciosas: Automatic, de casi diez minutos, o Lady Cab Driver. En retrospectiva, 1999 fue el punto de inflexión: el disco que preparó el terreno para Purple Rain y convirtió a Prince en figura mundial. Cuarenta años más tarde, sigue escuchándose como un documento histórico de los ochenta: el miedo a la guerra nuclear, el nacimiento del pop electrónico, la irrupción de un artista afroamericano en el mainstream blanco. Y sobre todo, como una declaración de principios: frente a la amenaza de la extinción, Prince propuso bailar con gracia desbordada y desenfreno.