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Wilhelm Furtwängler y la Sinfonía No. 39 de Mozart

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Jonacho Benítez

Por más que las concepciones sobre la interpretación musical varíen con el paso del tiempo, hay versiones que permanecen como documentos vivientes de una filosofía musical. Entre ellas, la que Wilhelm Furtwängler realizó en 1944 de la Sinfonía No. 39 de Mozart con la Filarmónica de Berlín, en el Staatsoper y editada por Deustche Grammophon. No es una versión que se imponga por exactitud estilística, ni por claridad historicista, sino por un fenómeno mucho más difícil de definir: la idea del tiempo como vehículo expresivo. En esta grabación, Mozart deja de ser un autor "clásico" para convertirse en una voz que interroga la condición humana desde una arquitectura sonora llena de ambigüedad, luz y sombra.

El acorde inicial del Adagio, un Mi bemol pleno y suspendido, nos abre el portal a la dimensión más profunda de la obra de Mozart. Las maderas, separadas con minucioso cuidado del resto del entramado orquestal, parecen emitir una advertencia: lo que escucharemos no será simplemente bello, sino verdadero, con sus fraseos amplios y densos, casi wagnerianos. La transición hacia el Allegro (una de las más hermosas jamás compuestas por él) no es un cambio de carácter, sino una transformación interior. Furtwängler deja que el tempo se acomode a esa mutación sin rigidez, con una flexibilidad que jamás subvierte la estructura formal, pero que respira como si la orquesta fuera un sistema orgánico y la música fuese la vida que esas entrañas sostienen.

El Allegro que sigue es un ejemplo de la estética furtwängleriana: el tempo es moderado, pero la tensión es constante. El motivo principal (cuatro semicorcheas ascendentes seguidas de una negra) es esculpido con una articulación que no es ni picada ni ligada, sino algo intermedio: una especie de staccato cantabile que expone el material con un ímpetu que se despliega con nobleza, típico del fraseo del director berlinés. Más que claridad formal, Furtwängler busca tensión interna. A nivel estructural, acentúa los desarrollos para que la forma sonata no se perciba como un itinerario, sino como una lucha. El tempo fluctúa apenas perceptiblemente, generando una elasticidad que mantiene viva la forma sin perder la dirección.

El segundo movimiento, Andante con moto, es uno de los más bellos de toda la obra sinfónica de Mozart. Su melodía en compases de dos tiempos que nunca se resuelve del todo parece flotar en un bucle melódico sin conclusión clara. En batutas menos sensibles, puede sonar superficialmente melancólico o, peor aún, decorativo. Pero Furtwängler lo aborda con una contención emocional que resulta tremendamente conmovedora. Los clarinetes y fagotes, grabados con notable claridad pese a las limitaciones de la época, dialogan con las cuerdas sin fundirse en una transparencia textural que no busca brillo sino nitidez expresiva. Y su manejo del timbre como densidad espacial, más que como color, da a la orquesta una profundidad casi metafísica. La sensación de que las frases parecieran no estar escritas, sino descubiertas en tiempo real, es de absoluta perplejidad.

El movimiento culmina con una resolución ambigua: ni exaltación ni tristeza, sino una sabiduría melancólica donde la forma no impone su lógica, revelándola lentamente. El final del movimiento ofrece una suerte de resignación serena, como si Mozart estuviera anticipando los estados emocionales del romanticismo sin decirlo aún con todas las letras.

El Minueto no se trata de un intermedio ligero, sino de un movimiento con peso propio. El ritmo no es galante, sino firme, casi ceremonial. Furtwängler le otorga una acentuación muy marcada en el primer tiempo, casi como en una sarabanda. Técnicamente, esto se logra mediante una gestión precisa de los silencios: no es el sonido lo que genera el pulso, sino el espacio entre los sonidos. Las cuerdas responden con homogeneidad y una articulación estricta pero no rígida, mientras las trompas apuntalan la forma con una gravedad majestuosa. El Trío, en contraste, sí se abre con una delicadeza casi pastoril. Los clarinetes y fagotes cantan con una naturalidad y una ligereza sin artificios, sin afectaciones ni lirismos decorativos. A diferencia de otras versiones en las que el Trío se convierte en una postal a veces anecdótica, en Furtwängler hay una visión unificada del movimiento: no hay ruptura, sino respiración entre luz y sombra, entre lo arquitectónico y lo cantabile.

El Allegro final es uno de los movimientos más difíciles de interpretar de todo el repertorio sinfónico de Mozart: un rondó-sonata que alterna la ligereza del tema principal con secciones de gran densidad armónica y contrapuntística. Furtwängler acentúa las síncopas internas y subraya el papel de los segundos violines, usualmente eclipsados, como columna vertebral del impulso rítmico. Aquí las figuras ascendentes en staccato no suenan como mero virtuosismo, sino como insistencia estructural. Es sorprendente que cada retorno del tema es ligeramente distinto, no en notas, sino en peso, intención y dirección. El Finale, como todo lo dirigido por Furtwängler, es la culminación orgánica de un proceso, es una afirmación musical que se pliega sobre sí misma con su sabiduría contenida.

En 1944, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando el mundo se desmoronaba, Furtwängler grabó esta sinfonía como un testamento espiritual, y al hacerlo, nos dejó una lección que sigue vigente: Mozart, incluso en su mayor claridad formal, encierra oscuridades y conflictos, que no es solo gracia y esplendor, sino también abismo y contradicción. Furtwängler ve lo que pocos se atreven a mirar: no desvela al compositor perfecto, sino al que roza lo insondable. La Sinfonía No. 39, en su versión de 1944, no es una celebración del clasicismo, sino una meditación sobre el tiempo, la forma y el alma humana.



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