Por la selva aún resuena un concierto milenario. Las hojas vibran, los insectos raspan sobre las cortezas y los ríos afinan sus corrientes. Pero algo ha dejado de sonar. Y en ese silencio creciente, Bernie Krause ha puesto un micrófono. La gran orquesta animal (The Great Animal Orchestra) es una partitura de sones silvestres. Su autor ha pasado más de cuatro décadas grabando paisajes sonoros: la música que los entornos naturales crean sin saberlo. ¿Sin saberlo?
Una de las grandes intuiciones de La gran orquesta animal es que la naturaleza no sólo produce sonidos, sino que los compone, y no en un sentido metafórico o sentimentalón, sino acústico y estructural. En la selva, por ejemplo, cada especie ocupa una franja distinta del espectro de frecuencias. Las ranas no se solapan con los grillos, los pájaros evitan competir con los monos. Es un arreglo espontáneo, un equilibrio sonoro, un orden ecomusical.
Lo que Krause revela es que el paisaje sonoro es una manifestación de la salud de un ecosistema. Cuando ese equilibrio se rompe (por el paso de una carretera, construcciones, talas, etc.) el sonido también se distorsiona. No se trata sólo de contaminación acústica. Se trata de la desaparición de un lenguaje. El silencio no es un vacío: es una ruptura del diálogo entre especies.
En cada capítulo se exponen realidades incuestionables: un hábitat alterado, un bosque talado, un coro natural que se disuelve en un zumbido eléctrico, en el crescendo de la piqueta y en el murmullo sordo del crecimiento desaforado. Esta obra denuncia todas estas estridencias desde la ausencia. En su tono contenido resuena la tristeza honda del que ha perdido algo que no se puede nombrar del todo.
Otro de los aportes más potentes del libro es el concepto de antropofonía, esa invasión sonora humana que va desde el bramido constante de las ciudades hasta el estruendo de la maquinaria pesada en la Amazonía. Krause la distingue de la biofonía (los sonidos de los seres vivos) y de la geofonía (los sonidos naturales inorgánicos), y advierte cómo la antropofonía no solo tapa, sino que desplaza y, eventualmente, elimina a las otras.
Hay pasajes del libro en el que una selva entera calla después de una deforestación selectiva. No mueren todos los animales, pero sí se interrumpe su partitura. Las frecuencias quedan desordenadas, las especies que antes se alternaban en una coreografía sonora perfecta ahora compiten, se solapan o simplemente desaparecen. Aquí el silencio no es la ausencia de sonido, dice Krause, sino la pérdida de significado sonoro.
El ruido humano, dice, no sólo ensordece: desorganiza. Donde antes había una ecología de frecuencias, aparece el caos. Y con él, el estrés, la desorientación y la huida. En uno de los pasajes más conmovedores, cuenta cómo grabar el amanecer en un bosque intacto es una experiencia transformadora por medio del crescendo sutil de los sonidos, del diálogo entre especies, del despertar sonoro del mundo: todo eso tiene una dimensión estética que sobrepasa el activismo.
Krause no predica desde la culpa, sino desde el asombro. Su formación como músico electrónico lo dota de una sensibilidad particular: sabe que cada frecuencia tiene su lugar, que cada intervalo tiene una lógica interna dispuesta a satisfacer necesidades mayores. Su transición del estudio de grabación al bosque es una especie de regreso: deja los sonidos artificiales de la síntesis modular por los timbres complejos del mundo vivo. Y allí encuentra una sinfonía natural más precisa que cualquier partitura humana.
Según el autor, entre 1968 y la actualidad, más del 50% de sus paisajes sonoros grabados ya no existen como tales. Han sido alterados, desmembrados y silenciados. Esto no se trata de una especulación apocalíptica: es la realidad actual de un desmantelamiento progresivo. El planeta se nos apaga como se apagan las frecuencias altas cuando envejecemos. Lo que perdemos, además de biodiversidad, es la posibilidad misma de una escucha profunda. Y sin escucha, ¿cómo puede haber vínculo?
Así como los pueblos indígenas del Amazonas saben cuándo vendrá la lluvia por el canto de un sapo en particular, así también nosotros podríamos (si afinásemos el oído en ese sentido) saber cuándo una ciudad respira sanamente, cuándo un río enferma o cuándo un campo agoniza. Krause sugiere que el futuro no está en inventar más tecnologías de control, sino en recuperar una sensibilidad antigua: la del oído abierto, la del cuerpo resonante con el mundo. Escuchar es prestar atención al otro. Escuchar al mundo es admitir que no estamos solos. La gran orquesta animal es, en el fondo, un manifiesto por el derecho a la cohabitación sonora.