César Miguel Rondón escribió El libro de la salsa en 1979 como una investigación pionera que reunía la voz de los barrios latinos de Nueva York, sus músicos migrantes y su puño periodístico vivo. Aquel libro se consolidó como la piedra angular de cualquier lectura sobre salsa: una crónica intensa, directa y libre de adornos superfluos.
Rondón traza la genealogía de la salsa como “son cubano + jazz + ritmos caribeños urbanos” evitando la retórica folclórica convencional: no hay exotismos románticos, solo mapas precisos de las rutas migrantes hacia New York, así, personajes como Machito, Arsenio Rodríguez, Ray Barretto o Tito Rodríguez emergen como arquitectos de una cultura que nació en las calles, bodegas y en clubes nocturnos del Harlem latino, entregando un retrato sin eufemismos: exponiendo el desarraigo del migrante, del desamor al son de trombón y piano, de la esperanza de los villorrios urbanos. Willie Colón, Héctor Lavoe, Rubén Blades y Celia Cruz no son meras estrellas sino cronistas del desgarro y la dignidad popular. Aquellas páginas respiran barrio, precariedad y orgullo sin caer en mitología alguna. El tono es el del testigo que observa, registra y señala verdades. Rondón combina capítulos narrativos (biografías, contextos, anécdotas) con casi cien letras de canciones, fotografías originales e índice onomástico. No se pierde en caprichos estéticos: hallamos un texto magro, medido y claro.
Su libro empieza por donde debe: por el contexto. El Bronx, el Harlem latino, los guetos del Lower East Side. Allí, los hijos de los migrantes puertorriqueños, cubanos, dominicanos y venezolanos construyeron una identidad nueva a golpe de ritmo. A falta de espacio físico, inventaron espacio sonoro. El libro describe con precisión cómo ese fenómeno llamado “salsa” no fue un invento de marketing (aunque luego lo fuera), ni un simple reciclaje del son cubano. Fue, más bien, un híbrido furioso: jazz afrocubano, montuno, guajira, descarga, boogaloo, soul, y hasta bolero, todo hervido en el crisol urbano neoyorquino. A diferencia de muchos cronistas musicales que escriben desde la tribuna, Rondón escribe desde el foso. No idealiza a nadie. No ensalza ídolos. Habla de Lavoe como lo que fue: un genio roto. De Willie Colón como un músico astuto y calculador. De Blades como el intelectual del barrio, el que trajo la conciencia social sin dejar de bailar.
Aunque Fania Records fue clave para el despegue masivo de la salsa, Rondón no le rinde pleitesía. La corporación aparece como actor decisivo, sí, pero no como héroe indiscutible. La mirada de Rondón es más amplia, contempla también aportes dominicanos, colombianos, venezolanos, y sostiene que el African Jazz y el boogaloo eran parte del entramado que preludió a Fania y lo rodeó con una serie de contextos sociales y estilísticos. El libro no esquiva los claroscuros. Muestra cómo la Fania, con todo su impulso creativo, también fue un negocio que exprimió artistas. Johnny Pacheco y Jerry Masucci no son demonios ni santos: son piezas de una industria que, como todas, se lucra con el talento y la necesidad. Pero más allá de los nombres, también se retrata la vida detrás del show: la precariedad, las giras interminables, los contratos tramposos, el racismo encubierto, la falta de reconocimiento. La salsa, dice Rondón sin decirlo, fue siempre una música marginal, incluso en su apogeo comercial.
Uno de los aciertos estructurales del libro es su selección de letras. Rondón incluye decenas de canciones como parte fundamental del tejido narrativo. Allí está “Juanito Alimaña”, “Pedro Navaja”, “El cantante”, “Plástico”, “Anacaona”, entre otras; canciones que son microcuentos, retratos sociales, crónicas con bongó. La salsa no fue solo música bailable; fue el noticiero del barrio. Blades narraba asesinatos y corrupción. Lavoe cantaba la soledad con voz de ángel arrastrado. Colón ponía el trombón al servicio de la denuncia urbana.
Es una obra que revela sin pontificar, que emociona sin manipular, y que, sobre todo, respeta a sus protagonistas: los músicos, los oyentes, los barrios y las historias detrás de cada compás. El libro de la salsa funciona como libro de historia, memoria cultural y crónica social. Su mérito radica en ser una obra periodística con cuerpo y sustancia: del realismo descarnado de la diáspora latinoamericana al ritmo salvador de la música. Rondón escribe sin afectaciones, pero con la exactitud del cronista y con el pulso del músico urbano. Es un texto contra la amnesia: nos dice que la salsa no es folclore, sino relato de ciudad y de migrantes. Que un libro escrito en 1979 siga vigente no es casual, su claridad y su fuerza hacen de esta obra un clásico que no envejece, un testimonio de barrio, un canto certero al Caribe urbano.