Hoy en día parece natural hablar de indicadores, métricas y evaluaciones de impacto social. Sin embargo, este lenguaje es relativamente reciente. La preocupación por medir el cambio que generan los proyectos en la sociedad ha ido evolucionando poco a poco en Europa, al compás de transformaciones políticas, económicas y culturales.
Comprender esta historia nos ayuda a situar por qué hoy es tan importante medir el impacto, y por qué la cultura y el tercer sector tienen tanto que aportar en este terreno.
Los primeros pasos: la rendición de cuentas
En la Europa de la posguerra, las políticas públicas culturales y sociales tenían un enfoque claro: reconstruir sociedades golpeadas y garantizar servicios básicos. No se hablaba todavía de “impacto”, sino de oferta y acceso: cuántas bibliotecas se abrían, cuántos conciertos se organizaban, cuántos ciudadanos participaban en actividades culturales.
Era un enfoque cuantitativo y administrativo: se trataba de demostrar que se invertía en cultura y en bienestar. Pero ya en ese momento aparecía una intuición de fondo: lo que importaba no eran solo los números, sino cómo esas iniciativas contribuían a la cohesión y la recuperación social.
Años 80 y 90: la influencia del management y la evaluación de políticas
Con el auge del New Public Management en los años 80 y 90, la administración pública europea empezó a incorporar herramientas de gestión empresarial: planificación estratégica, evaluación de programas, indicadores de eficiencia.
En este contexto, las instituciones culturales y sociales se vieron llamadas a justificar su existencia con más datos. Se consolidaron metodologías como el marco lógico y empezaron a surgir las primeras experiencias de evaluación del impacto de políticas culturales, especialmente en países como Reino Unido, Francia y los países nórdicos.
2000-2010: del impacto económico al valor social
A principios del siglo XXI, el debate se amplió. Ya no bastaba con medir el impacto económico de la cultura —empleo generado, gasto turístico, retorno fiscal—. En paralelo al auge de las industrias culturales y creativas, empezó a hablarse del valor social de la cultura: su capacidad de fortalecer identidades, promover la diversidad y mejorar el bienestar.
Organismos europeos, como la Comisión Europea y el Consejo de Europa, empezaron a impulsar estudios y proyectos piloto para medir la dimensión social y cultural, no solo la económica. Es también la época en la que se generalizan metodologías como el SROI (Social Return on Investment) y estándares como IRIS, que permiten traducir los beneficios sociales en lenguajes comparables.
2010 en adelante: la Agenda 2030 y los ODS
Un punto de inflexión llegó con la aprobación de la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) en 2015. Europa asumió este marco global y la medición del impacto social pasó a estar directamente vinculada a metas universales: igualdad de género, reducción de desigualdades, educación de calidad, acción por el clima, entre otros.
En este contexto, la cultura también encontró un lugar. Aunque no aparece de forma explícita como un ODS, se reconoce cada vez más su papel transversal: proyectos culturales que trabajan por la inclusión, la sostenibilidad, la salud comunitaria o la educación contribuyen de manera directa a los objetivos globales.
Hoy: hacia una cultura de la evaluación
En la actualidad, medir el impacto social en Europa se ha convertido en una exigencia y una oportunidad. Exigencia, porque financiadores, instituciones y ciudadanía piden pruebas de que los proyectos generan un valor real. Oportunidad, porque disponer de datos y evidencias permite a las organizaciones culturales y sociales ganar legitimidad, mejorar sus prácticas y atraer más apoyos.
Lo más interesante es que el debate ya no se limita a números. La evolución histórica nos ha llevado a reconocer que medir impacto es también contar historias, recoger voces y traducir en indicadores cuestiones tan complejas como la identidad, la cohesión o la creatividad.
Conclusión: del control a la transformación
La historia de la medición del impacto social en Europa nos muestra un viaje: desde la rendición de cuentas cuantitativa de la posguerra, pasando por la gestión estratégica de los 80 y 90, hasta llegar al enfoque actual, más complejo y multidimensional.
Hoy sabemos que medir el impacto no es solo un trámite burocrático. Es una herramienta para transformar la sociedad, mejorar las políticas públicas y dar visibilidad al papel fundamental de la cultura en el bienestar colectivo.