En los últimos años, la palabra “impacto” se ha instalado en el vocabulario del sector cultural. Queremos demostrar lo que hacemos, legitimar los recursos que recibimos, y sobre todo, entender mejor qué cambia cuando la cultura actúa. Sin embargo, en esa búsqueda de evidencia, ha surgido una pregunta incómoda que divide opiniones:
¿Se pueden comparar los proyectos culturales?
La tentación de hacerlo es comprensible. Los financiadores, las instituciones o incluso las redes de cooperación cultural necesitan saber “qué funciona mejor”, “qué genera más retorno” o “dónde conviene invertir”. Pero cuando la comparación se convierte en norma, corremos el riesgo de perder algo esencial: la singularidad de cada proyecto, su contexto y su sentido profundo.
La ilusión de la métrica perfecta
Durante mucho tiempo se ha querido creer que si todos los proyectos usaran las mismas métricas podríamos medir la cultura con precisión científica. Un conjunto de indicadores, un sistema común, una escala comparable. Pero la realidad es mucho más compleja.
Un proyecto de teatro comunitario en un barrio periférico, un festival internacional de cine, un programa educativo en un museo rural y una residencia artística no operan bajo las mismas lógicas. Tienen públicos, objetivos, presupuestos y contextos completamente distintos.
Compararlos con las mismas métricas es como medir una sinfonía con una regla o una escultura con un cronómetro.
La diversidad es el corazón de la cultura
La cultura no produce resultados homogéneos: produce significados.
Y esos significados dependen de las personas y los lugares.
Un pequeño taller de danza puede generar en 20 jóvenes una transformación vital que ningún indicador de asistencia sabrá captar.
Un festival internacional puede mover millones de euros y, aun así, no generar una conexión emocional duradera con la comunidad local.
¿Son comparables esos impactos? En términos cuantitativos, tal vez no.
Pero ambos tienen valor, y ambos son necesarios en el ecosistema cultural.
El peligro de las métricas únicas
Estandarizar la evaluación cultural puede ser cómodo para las administraciones, pero peligroso para la diversidad.
Cuando los proyectos se ven obligados a encajar en categorías numéricas, tienden a adaptar sus objetivos a los indicadores en lugar de adaptar los indicadores a sus objetivos.
Es el fenómeno del “lo que se mide, importa; lo que no, desaparece”.
Y en cultura, lo que desaparece suele ser lo más valioso: la emoción, la identidad, el encuentro, la comunidad.
“Cuando solo medimos lo visible, perdemos la esencia de lo que realmente transforma.”
Comparar sí, pero con contexto
Esto no significa que la comparación sea imposible, sino que requiere sensibilidad y contexto.
Se pueden establecer referencias, siempre que respeten la diversidad y reconozcan las particularidades de cada territorio y disciplina.
Algunas claves:
- Partir del propósito. Comparar proyectos solo si persiguen objetivos similares (educativos, sociales, económicos o culturales).
- Combinar métodos. No basarse únicamente en números; incluir percepciones, testimonios y relatos.
- Valorar la escala. Un impacto pequeño en cifras puede ser enorme en significado.
- Respetar los tiempos. Algunos efectos culturales se manifiestan a largo plazo y no pueden medirse al cierre del proyecto.
- Usar la comparación para aprender, no para competir.
Ejemplo ilustrativo
Un festival de música rural y un centro de arte contemporáneo urbano presentan sus informes de impacto.
El primero muestra 2.000 asistentes, un 30 % más que el año anterior, y una fuerte implicación del comercio local.
El segundo, 80.000 visitantes, una gran cobertura mediática y una red de colaboradores internacionales.
En términos de volumen, no hay comparación.
Pero si miramos el contexto, ambos proyectos son exitosos: uno refuerza la identidad y economía local; el otro impulsa innovación y visibilidad internacional.
El valor no está en quién tiene más cifras, sino en quién cumple mejor su propósito.
Hacia una cultura de la evaluación compartida
Quizá el reto no sea tanto comparar, sino dialogar.
Pasar de la lógica de la competencia a la lógica del aprendizaje mutuo.
Que los proyectos compartan experiencias, metodologías e indicadores útiles, sin caer en la obsesión por los rankings.
Una red de proyectos culturales diversos puede usar las métricas como espejo, no como tribunal: para verse reflejados, reconocerse y mejorar juntos.
Conclusión: la cultura no se mide en números, se comprende en contexto
La pregunta “¿son comparables los proyectos culturales?” no tiene una respuesta simple.
Lo que sí podemos afirmar es que la cultura necesita métricas, pero no uniformidad.
Medir sin perder la sensibilidad, comparar sin borrar la diferencia, analizar sin olvidar el alma de los procesos.
Porque si algo define a la cultura es precisamente eso: su irrepetibilidad.
Y en un mundo obsesionado con contar, quizás el mayor acto de inteligencia sea comprender que no todo lo que vale puede medirse, y no todo lo que se mide tiene el mismo valor.