El espejo musical

Lo que escuchamos cuando no nos gusta lo que oímos

Una reflexión sobre el juicio sonoro, el conflicto generacional y los umbrales del gusto

Es miércoles por la tarde y escuchamos aleatoriamente una canción, lo que suena no nos interesa demasiado pero dejamos que nos acompañe. Nos movemos entre la indiferencia, la apreciación ante algo curioso que suena y de repente aparece algo que descompone la experiencia: un ritmo que parece desordenado, una letra banal, una voz que desafía la afinación con insolente honestidad. Es entonces cuando nace el juicio. “Eso no es música”, decimos o escuchamos decir, como si la música pudiera ser despojada de su ser por el simple acto de nuestra negación.

Pero ¿qué revela realmente esa incomodidad sonora? ¿Por qué una canción puede provocarnos una irritación casi visceral? Tal vez lo que nos enerva no es el sonido mismo, sino el espejo que nos tiende: un reflejo de nuestros límites, de nuestros miedos y de nuestros prejuicios.

 El umbral del gusto y sus guardianes

El gusto es un territorio cuidadosamente vigilado. Se educa, se hereda, se defiende y se amuralla. Lo que hoy consideramos "buena música" suele ser la sedimentación de muchos años de escucha validada, de cánones repetidos y de cierto orden interno. En ese contexto, el reguetón con su beat repetitivo, el rock con sus guitarras distorsionadas, o el autotune exagerado en una voz trapera pueden sentirse como una verdadera afrenta.

Y sin embargo, ¿qué hace que ciertas formas sonoras nos resulten más legítimas que otras? ¿Por qué una fuga de Bach merece reverencia y un beat urbano furibundo desprecio? El juicio estético rara vez es puro: suele estar contaminado por nociones de clase, de raza, de género y de generación. El oído, aunque parezca neutro, está lleno de ideología. 

El conflicto generacional como partitura del rechazo

Cada generación construye su identidad a través de lo que escucha y, quizás con más vehemencia, a través de lo que decide no escuchar. Los adultos del siglo XXI se horrorizan ante el reguetón como sus abuelos se escandalizaban por el rocanrol, y antes por el jazz, y antes por cualquier música que invocara cuerpo, deseo y todo lo que pueda determinar “desorden”.

Es curioso cómo la música que más incomoda suele ser la que más encarna lo vital. El reguetón, por ejemplo, ha sido acusado de simplón, vulgar e hipersexual. Pero debajo del juicio hay algo más: el temor a una juventud que baila sin pedir permiso, que habla en códigos propios, que erotiza el lenguaje con total naturalidad. Lo que molesta no es solo el ritmo, ni la letra, ni las eventuales estridencias: es la libertad con la que se enuncia. ¿Acaso no pasó lo mismo, por ejemplo, con Elvis?

El miedo al caos y el deseo de control

Hay una incomodidad ancestral en enfrentarse a lo que no entendemos. El grito punk, la saturación del ruido y el tartamudeo digital del glitch nos sacan de la armonía, de la tonalidad y de las proporciones clásicas. Nos lanzan al abismo del caos de lo que vive fuera de los rediles de la costumbre. El oído conservador busca estructura, equilibrio y belleza según los cánones conocidos. Pero el arte sonoro no siempre responde a esas demandas. A veces la música no quiere gustar: podría incluso querer incomodar, desestabilizar y atravesar. Quiere recordarnos que hay vida más allá del gusto.

 

La disonancia como espejo

Cuando decimos “esa música me enerva”, quizás deberíamos decir: “me revela”. Porque en el fondo, lo que rechazamos con tanta fuerza es lo que más nos expone. La música que detestamos habla de lo que no controlamos, de lo que no entendemos, de lo que ya no nos pertenece. ¿Y si tal vez nos habla de lo que secretamente deseamos?

Hay quien no soporta el reguetón, pero su cuerpo se mueve cuando lo escucha. Hay quien desprecia el autotune, pero no puede dejar de cantar el estribillo bañado en él. Hay quien se burla del metal extremo, pero necesita, a su manera, liberar esa misma furia: no es el sonido lo que molesta, lo que incomoda es la resonancia emocional que produce.

Sin duda una buena idea sería escuchar con otra disposición. Escuchar no como quien juzga, sino como quien se deja afectar. ¿Qué pasa si dejamos de proteger nuestro gusto como si fuera una fortaleza? ¿Y si en vez de abrir las puertas, las desmontamos con todo y bisagras y dejamos libre la entrada (y la salida)? ¿Qué pasa si entendemos que la música, como todo lenguaje, se transforma y evoluciona como hace todo lo que está vivo?

Escuchar lo que no nos gusta puede ser un ejercicio de humildad, una forma de reconocer que el mundo no gira en torno a nuestros parámetros. Que hay otras formas de belleza, de goce y de expresión. Y que quizás, en lo que hoy rechazamos, reside una posibilidad de expansión.


Afinar el espejo

Cada música que nos molesta es un espejo. Nos muestra qué queremos controlar, qué tememos perder, qué ya no somos. La próxima vez que algo nos enerve, tal vez valga la pena quedarnos un poco más en la incomodidad, abrir la escucha y preguntarnos: ¿Qué me dice esta música sobre mi tiempo, mi recorrido vital y sobre mí? ¿Qué me dice el otro lado de lo que me altera?

Lo que no toleramos oír, a menudo es la parte más honesta de nuestro reflejo. Detestar un sonido no lo vuelve ajeno: solo lo hace incómodo, porque lo que escuchamos mal, muchas veces habla bien de lo que tememos.

 


 


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