“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.”
— Mark Fisher
Una frase que da escalofríos, pero que resume con precisión quirúrgica el clima mental de nuestra época. Eso que Mark Fisher llamó realismo capitalista: no una ideología explícita, sino una sensación difusa, un estado de ánimo colectivo que nos hace creer que “esto es lo que hay” y que no puede ser de otra manera.
En el mundo cultural y creativo, esto se traduce en una parálisis disfrazada de hiperactividad. Mucha producción, muchas plataformas, muchas métricas… pero poca transformación real. Poca imaginación de lo que podría ser.
¿Qué es exactamente el realismo capitalista?
Fisher lo definía como “la creencia generalizada de que no hay alternativa al capitalismo”. No se trata de que nos encante el sistema. De hecho, muchas veces lo criticamos. Pero lo hacemos desde dentro, con resignación, como si lo máximo a lo que pudiéramos aspirar fuera a parchearlo.
“El realismo capitalista no es tanto una afirmación explícita, sino el ambiente en el que vivimos.”
Es un marco mental que coloniza hasta nuestra capacidad de soñar. Nos hace pensar que toda innovación debe ser rentable. Que todo lo experimental debe ser vendible. Que si algo no tiene “modelo de negocio”, no merece existir.
Y eso, para el arte, la cultura y la creatividad, es veneno.
El sector creativo en modo supervivencia
En el ecosistema cultural, el realismo capitalista se cuela por todas partes:
- Festivales que repiten carteles “seguros” para no arriesgar el presupuesto.
- Proyectos artísticos que se autocensuran para entrar en convocatorias.
- Creativos que se reinventan como “creadores de contenido” para sobrevivir al algoritmo.
- Espacios independientes que mutan en coworkings con cafetería para pagar el alquiler.
Todo esto no es por falta de talento, sino por falta de oxígeno. Porque el sistema no deja espacio para lo que no se puede medir, monetizar o escalar.
“El capitalismo trata la creatividad como un recurso, pero niega las condiciones para que florezca de verdad.”
Entonces, ¿qué hacemos?
Aquí es donde Fisher no da recetas mágicas, pero sí pistas potentes. Él no era un tecnófobo ni un nostálgico. Era un agitador de mentes. Y su mensaje, en el fondo, era un llamado a recuperar lo que él llamaba la capacidad de imaginar lo que aún no existe.
“La tarea es liberar lo que ya está latente, no inventar desde cero.”
Eso implica mirar a lo colectivo, a la memoria, a la ciencia ficción, al inconformismo, a las ideas raras, a lo que no cabe en un Excel.
Propuestas para escapar del bucle
- Hacer espacio al error: sin prototipos, sin pruebas, no hay avance real.
- Pensar desde lo común: crear redes, alianzas, economías compartidas.
- Crear sin pedir permiso: no todo tiene que pasar por la industria.
- Reencantar lo digital: usar la tecnología para abrir mundos, no solo para captar datos.
- Recuperar el tiempo lento: la creatividad no es instantánea.
Un futuro más raro, más libre, más nuestro
Fisher murió en 2017, pero su obra resuena con más fuerza que nunca. No solo como crítica, sino como brújula. Nos recuerda que la cultura tiene un papel radical: no solo entretener, sino ampliar el campo de lo posible.
En Smartib creemos que el arte, la tecnología y las comunidades pueden romper el hechizo del realismo capitalista. No con utopías vacías, sino con imaginación aplicada, con estructuras nuevas, con preguntas incómodas y con espacios donde lo raro no se ahogue.
El futuro no está escrito. Y si lo está, lo podemos reescribir.