La radio comunitaria como trinchera sonora

Radio comunitaria: más que ondas, es tejido social

El micrófono como herramienta de comunidad y resistencia

La radio comunitaria como trinchera sonora

Los gallos, los niños, los pasos, el viento: todo entra al micrófono como parte del paisaje sonoro que reproduce un altavoz en el pasillo de una casa. La emisión proviene de una radio donde no hay cabina insonorizada, pero hay comunidad. Desde ahí se transmite el latido de un lugar que se piensa a sí mismo desde adentro, sin pedir permiso a la lógica del mercado o del gobierno de turno. Es un lugar donde el micrófono es una herramienta más, como un cuaderno, una semilla, un lápiz o un cuenco, donde las voces no llegan desde arriba sino del vecindario, anunciando que hay racionamiento de agua, analizando un poema de Hanni Ossott, invitando a un concierto, recibiendo a una abuela que comparte los secretos de un potaje imposible o la joven que traduce en algún dialecto lo que el Estado apenas balbucea. Ahí, en esa loma donde se levanta esa casa, el espectro radioeléctrico se vuelve un tejido. Cada frecuencia es una arteria por donde late el pulso de lo que no muere.

En Colombia, radios campesinas como Radio Sutatenza (fundada en 1947) abrieron caminos para que la educación llegara a zonas rurales apartadas, mezclando pedagogía, música y noticias con una cercanía que las emisoras comerciales jamás se plantearon, siendo también espacios de resistencia cultural y política en medio del conflicto armado. En 1991, Radio La Colifata emergió desde un hospital psiquiátrico en Buenos Aires, lo que parecía un experimento terminó siendo un símbolo de inclusión y de las voces marginadas. En Bolivia, Radio Deseo representa un puente entre generaciones. En una comunidad quechua, los jóvenes recuperan con ella la lengua materna y a la vez denuncian la contaminación minera que amenaza sus recursos hídricos en un acto de resistencia que combina lo ancestral con lo urgente.

En España, tras la muerte de Franco, floreció el movimiento de radios libres con fuerte inspiración anarquista, vecinal y autogestionaria. Más adelante surgirían proyectos de corte comunitario más institucionalizado, como Radio Vallekas, fundada en 1983 en Madrid y que emerge en el contexto de la transición democrática como una radio vecinal que respira desde los movimientos sociales o Radio Almenara, también en Madrid, donde el micrófono se comparte como un bien común. Esta última, nacida a mediados de los 90 en el barrio de Tetuán, ha sido taller de formación, emisora de denuncia, redes de cuidado y laboratorio cultural. En Zaragoza, Radio Topo transmite desde las entrañas del subsuelo libertario: cultura crítica, punk, ecología y contrainformación. La Unión de Radios Libres de Madrid (URCM) agrupa a las radios comunitarias de la región de la capital española, articulación que también existe a nivel estatal. La consolidación global del movimiento llegó en los años 90 con la creación de la Asociación Mundial de Radios Comunitarias (AMARC), una red que articula experiencias en todos los continentes y defiende el derecho a la comunicación como parte de los derechos humanos.

Cultura viva: cómo la radio comunitaria impulsa el arte local

Muchos artistas populares, urbanos o rurales, dieron sus primeros pasos gracias a una emisora de barrio o una radio campesina. Ahí se escuchó por primera vez el nombre de una agrupación de cumbia en los pueblos del Beni; ahí sonó el primer acorde de un trío de mujeres raperas en el conurbano de Buenos Aires: cuando ningún algoritmo los había registrado, ya estaban en el aire, porque la radio comunitaria no pregunta cuántos seguidores tienes, sino qué tienes para decir. No solo difunden: documentan, producen y resguardan el patrimonio sonoro que no está en las listas de Spotify ni en los grandes sellos. Allí donde los festivales son lejanos o excluyentes, la radio comunitaria arma su propio escenario con una mesa, dos micrófonos, unos monitores alquilados y un cable largo que cruza la calle para amplificar un concierto improvisado en la plaza del barrio.

Pero más allá de la difusión, la radio comunitaria teje redes entre artistas y vecinos, convoca a colaboraciones intergeneracionales, convive con lo ancestral y lo emergente. Permite que un dúo de música electrónica grabe con una coplera de 70 años, o que un grupo de niños aprenda una ronda cantada con los instrumentos de sus abuelos. Frente al algoritmo que premia lo predecible, la radio comunitaria valora lo inédito. Frente a la lógica de la competencia, propone la escucha compartida. Frente a la homogeneización, defiende los acentos, los timbres raros, la diferencia. En ese sentido, la radio comunitaria no solo amplifica la música: la cuida, la abriga y la acompaña.


Una escuela de comunicación libre en tiempos de algoritmos

A diferencia de las radios comerciales, que empujan la lengua hacia el espectáculo o el dato inmediato, las radios comunitarias sostienen un intercambio sin intermediarios, sin guion impuesto, sin miedo y sin la prisa vaciadora de las ediciones (o edits) embutidas en un frenesí vertiginoso en el que todo resbala. En la radio comunitaria, la voz de una madre migrante recita su receta de empanadas mientras su hija elige la música o un grupo de jóvenes comparten análisis tácticos sobre los últimos partidos de baloncesto de su liga, porque en los márgenes el lenguaje está sembrado y viviendo junto a sus ciclos. Cada programa es una huerta de voces que no siguen trending topics sino pulsiones. No importa cuántos oyentes haya: importa cuántos oyentes quieren escuchar.

Hoy, cuando los datos circulan más rápido que las ideas, hablar con sentido, generar y exponer un criterio parece un acto de nostalgia. Las plataformas digitales arrasan con su uniformidad algorítmica volviéndose remix, reel, roll, Teams, pin, Tik, ¡toc!: lo que no se mide, no existe. Sería importante detenerse a pensar algo menos veloz y recordar de qué está hecho lo que se olvida: ¿será de lo que no se comparte? Y la radio comunitaria sostiene y representa todo lo contrario porque no quiere ni requiere viralidad, quiere y necesita vecindad.

Para los músicos jóvenes, la radio comunitaria es muchas veces su primera escuela técnica y humana: ahí aprenden a usar micrófonos, a grabar, a enfrentarse a los laberintos de la organización de horarios, a trabajar en equipo, a hablar en público y a utilizar el ingenio para la resolución de problemas. Es una herramienta de formación tanto artística como comunicacional, permitiendo que los músicos se equivoquen, prueben, improvisen y se salgan del molde. Allí, la experimentación no se castiga: se celebra. Al no tener que pagar para son(ñ)ar, ni adaptarse a moldes externos, la relación es horizontal. Los artistas aprenden a producir sus propios contenidos, a narrar sus historias y a contar sus procesos. La radio comunitaria, así, descoloniza también la forma y la manera de ser artista.

La próxima vez que alguien diga que la radio es una anécdota, que los podcasts han ganado la batalla y que ya nadie escucha… sería bueno invitarlo a sintonizar cualquier frecuencia barrial. Que escuche el saludo con nombre y apellido, la recomendación desde la emoción y la experiencia, la disertación profunda, la canción de la infancia o la denuncia dicha y hecha con el ritmo y las vivencias del lugar. Que escuche con los oídos desencadenados, desde lo humano y hacia lo humano, con sus sensibilidades, sus hallazgos, sus pasiones y sus errores, libres de algoritmo.


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